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martes, 12 de octubre de 2010

Mi favorita es Penélope

Cyndy, si con doble “y”, la chica de recepción de la oficina me preguntó una vez por que me gustaba tanto leer libros, aun mas libros históricos, con un gesto digno de alguien que ve leche agria.
Comprendo que no mucha gente se sienta atraída hacia libros con historias tan dogmáticas como una doncella virginal y su caballero.
He de decir que la mayoría de la gente tiene razón, algunos libros servirían mejor que cualquier somnífero que se dignara de ser efectivo, por ello a pesar de que he tenido mi buena cuota de libros sobre romántica histórica pocas ha sido las autoras que se han convertido en preferidas, la mejor, para mi –y recordando que si, lo acepto, soy una romántica-, es, si duda, Julia Quinn.
Lo interesante de leer un libro histórico de una autora contemporánea es que permite, a pesar de toda la nube de idealismo y tiempo pasado que las envuelve, que existan momentos en que puedes identificarte con los personajes o las situaciones y es tan surrealista que puedas sentirte como una dama inglesa o una terca escocesa que te roba una sonrisa de la cara.
Y es que no es lo mismo que Jane Austen contara lo que sus ojos miraban día a día, que ojos abiertos a la modernidad te cuenten como era vivir en el siglo XIX
Sin dejar de lado el hecho de que las autoras modernas de romántica histórica casi siempre narran una noche donde los hombres no necesitaban un libro de biología para saber como complacer la heroína.
Julia Quinn ha pasado por muchos temas en sus libros de manera fresca, divertida y natural, haciendo contemporáneos los sentimientos de personajes ficticios en una Inglaterra demasiad atiborrada de ideas sin sentido.
El diario de la señorita Miranda Cheever (Enamorarte del mayor hermano de tu mejor amiga, ese que después de años –y un matrimonio horrible- sigue sin el menor atisbo de interés hacia ti), Bribona (Una chica con pantalones e ingenio que no le teme a los establos o a su nuevo tutor), y El corazón de una Bridgerton (Después de la muerte de la persona que amas, ¿Qué harías?), sin dudas son títulos que no se deberían perder y con los cuales es fácil identificar unos cuantos pensamientos.
Protagonistas a las que no deseas estrangular por sentimentales, dramáticas o quejumbras.
Mi obra predilecta de la Quinn es “Seduciendo a un Bridgerton”, que habla sobre las realidades de un sueño adolescente y la superación de la misma persona.
Penélope es mi personaje favorito y no por que al final tenga al hombre de sus sueños –Alonso no se parece nada a Colin, “el protagonista”, por si alguien pregunta-, si no por que a veces ella parece más real que solo la invención de una simple pluma…
Les dejo el prologo y quizás vean que la leche agria de Cyndy es mas una belicosa malteada.

Beth


Prólogo 
(Seduciendo al Sr. Bridgerton)

El 6 de abril de 1812, exactamente dos días antes de que cumpliera los dieciséis años, Penélope Featherington se enamoró.
Fue algo, resumido en una palabra, estremecedor. La tierra tembló, el corazón le dio un vuelco, el momento la dejó sin aliento. Y pudo decirse, con cierta satisfacción, que el hombre involucrado, un tal Colin Bridgerton, se sintió exactamente igual.
Ah, no en el aspecto amor, eso sí. No se enamoró de ella en 1812 (ni en 1813, 1814, 1815, ni, ay, maldición, en los años 1816-1822, ni en 1823 tampoco, pues en esos periodos estuvo ausente del país). Pero sí le tembló la tierra, le dio un vuelco el corazón y, Penélope lo sabía sin la menor sombra de duda, también se quedó sin aliento, unos buenos diez segundos.
Caerse del caballo suele hacerle eso a un hombre.
Los hechos ocurrieron de la siguiente manera:
Ella iba paseando por Hyde Park en compañía de su madre y sus dos hermanas mayores cuando sintió un atronador retumbo en el suelo (véase arriba: el temblor de tierra). Su madre no le prestaba mucha atención (rara vez se la prestaba en realidad), así que ella se alejó del grupo un momento para ver qué ocurría. El resto de las Featherington estaban embelesadas conversando con la vizcondesa Bridgerton y su hija Daphne, la que acababa de comenzar su segunda temporada en Londres, así que fingían no haber oído el ruido. La familia Bridgerton era de una importancia fundamental, por lo que no se podía desatender una conversación con ellas.
Cuando Penélope se asomó por un lado del tronco de un árbol particularmente ancho, vio a dos jinetes galopando hacia ella a una velocidad de alma que lleva el diablo o cual fuera la expresión favorita para describir a dos locos a caballo despreocupados por su seguridad, salud y bienestar. Se le aceleró el corazón (habría sido francamente difícil mantener el pulso tranquilo en presencia de esa temeridad y, además, eso le permitía decir que el corazón le dio un vuelco en el momento en que se enamoró).
Entonces, por uno de esos inexplicables caprichos del destino, al viento se le ocurrió soplar fuerte, en una ráfaga muy repentina, y le levantó la papalina (cuyas cintas, para gran fastidio de su madre, había descuidado atar bien bajo el mentón) echándola a volar por el aire y, ¡plaf!, fue justo a taparle la cara a uno de los jinetes.
Penélope hizo una inspiración entrecortada (que la dejó sin aliento) y el hombre se cayó del caballo y fue a aterrizar de un modo nada elegante en un charco de barro.
Ella corrió, casi sin pensarlo, gritando algo que pretendía ser una pregunta acerca de su salud y bienestar pero que en realidad le salió más bien como un chillido ahogado. Sin duda él estaría furioso con ella, pues ella había sido la causa de que se cayera del caballo y estuviera cubierto de barro, dos cosas que garantizaban que un caballero se pusiera del peor humor posible. Pero cuando por fin él logró ponerse de pie, pasándose la mano por la ropa para quitarse el barro que era posible quitarse, no arremetió contra ella, no le dijo nada despectivo, no le gritó, ni siquiera la miró furioso.
Se echó a reír.
¡Se rió!
Penélope no tenía mucha experiencia con risas de hombres, y la poca que tenía era de risas nada amable. Pero los ojos de ese hombre, de un color verde bastante intenso, sólo expresaban risa, mientras se quitaba una vergonzosa mancha de barro de la mejilla.
—Bueno —dijo—, no lo he hecho muy bien, ¿eh?
Y en ese preciso instante, Penélope se enamoró de él.
Cuando encontró su voz (lo que ocurrió sus buenos tres segundos después de lo que una persona con cierta inteligencia habría tardado, le dolió reconocer), dijo:
—Oh, no, soy yo la que debo pedir disculpas. Se me voló la papalina y…
Se interrumpió al caer en la cuenta de que en realidad él no había pedido disculpas, por lo que no tenía ningún sentido contradecirlo.
—No pasa nada —dijo él, mirándola con una expresión algo divertida—. Yo… Ah, ¡buenos días Daphne! No sabía que estabas en el parque.
Penélope se giró y se encontró mirando a Daphne Bridgerton, que estaba al lado de su madre (la de ella, no la de Daphne), la que al instante siseó: «¿Qué has hecho Penélope Featherington?», y ella ni siquiera pudo contestar su habitual «Nada», porque en realidad el accidente era totalmente su culpa, y acababa de hacer la tonta más absoluta delante de un soltero que era, a juzgar por la expresión que veía en la cara de su madre, un muy buen partido.
Y no que a su madre se le fuera a pasar por la cabeza que «ella» pudiera tener una oportunidad con él. Nooo, la señora Featherington mantenía muy elevadas sus esperanzas de matrimonio para sus hijas mayores. Además, Penélope ni siquiera se había presentado en sociedad todavía.
Pero si la señora Featherington tenía la intención de continuar reprendiéndola, no pudo hacerlo, porque eso le habría exigido desviar la atención de los Bridgerton, cuyas filas, Penélope ya iba comprendiendo rápidamente, incluían al hombre que en esos momentos estaba cubierto de barro.
—Espero que su hijo no se haya lesionado —dijo la señora Featherington a lady Bridgerton.
—Estoy tan bien como la lluvia —terció Colin, dando un paso hacia un lado antes que lady Bridgerton pudiera cogerlo con su maternal preocupación.
Se hicieron las presentaciones, pero el resto de la conversación fue insubstancial, principalmente porque Colin no tardó en colegir, acertadamente, que la señora Featherington era una madre casamentera. A Penélope no le sorprendió en absoluto que él se apresurara a marcharse.
Pero el daño ya estaba hecho. Ella ya había descubierto un motivo para soñar.
Esa noche, mientras revivía el encuentro por milésima vez, se le ocurrió pensar que sería agradable poder decir que se enamoró de él cuando le besó la mano antes de un baile, sus ojos verdes brillando con un destello travieso al apretarle los dedos con un poco más de fuerza de lo que sería decoroso. O tal vez podría haber ocurrido cuando él cabalgaba osadamente por un páramo barrido por el viento, y el viento (ya mencionado) no impedía que él (o mejor dicho, su caballo) galopara con la intención (de él, no del caballo) de acercarse cada vez más a ella.
Pero no, tenía que ir y enamorarse de Colin Bridgerton después de que se cayera del caballo y fuera a aterrizar de trasero en un charco de barro. Eso era algo tremendamente raro y tremendamente poco romántico, pero sin duda no carente de una cierta justicia puesto que no iba a salir nada de eso.
¿Para qué desperdiciar sueños románticos en un amor que jamás sería correspondido? Mucho mejor reservar las presentaciones en un páramo barrido por el viento a personas que realmente pudieran tener un futuro juntas.
Y si había algo que Penélope ya sabía entonces, a los dieciséis años menos dos días, era que en su futuro no figuraba Colin Bridgerton en el papel de marido.
Sencillamente no era el tipo de jovencita que atraería a un hombre como él, y temía que nunca lo sería.


El 10 de abril de 1813, exactamente dos días después de cumplir los diecisiete años, Penélope Featherington hizo su presentación en la sociedad londinense. No quería hacerlo; le suplicó a su madre que la dejara esperar un año. Pesaba como mínimo una arroba más de lo que debía, y su cara todavía tenía la horrorosa tendencia a llenarse de granos cuando estaba nerviosa, lo que significaba que siempre le aparecía uno, puesto que nada en el mundo la ponía más nerviosa que un baile en Londres.
Intentó convencerse de que la belleza estaba sólo un pelín bajo la piel, pero eso no le ofrecía ninguna disculpa cuando se reprendía por no saber jamás qué decir a las personas. No había nada más deprimente que una niña fea sin personalidad. Una niña fea sin…, ah, bueno, tenía que darse algún mérito, vale, una niña fea con muy poca personalidad.
En el fondo sabía quién era, y esa persona era inteligente, amable y muchas veces incluso ingeniosa, divertida, pero no sabía cómo su personalidad siempre se le quedaba perdida más o menos entre su corazón y su boca, y se sorprendía diciendo algo erróneo o, con más frecuencia, nada en absoluto.
Para empeorar las cosas, su madre se negaba a permitirle que eligiera su ropa, y cuando no vestía del color blanco obligado que llevaban la mayoría de las jovencitas (y que de ninguna manera sentaba a su tez), se veía obligada a vestir de amarillo, rojo y naranja, colores que la hacían verse totalmente un desastre. La única vez que sugirió el color verde, la señora Featherington se plantó las manos en sus más que anchas caderas y declaró que el color verde era demasiado triste.
El amarillo, en cambio, declaró la señora Featherington, era un color «feliz», y una jovencita «feliz» cazaría un marido.
En ese momento y lugar, Penélope decidió que era mejor no intentar comprender el funcionamiento de la mente de su madre.
Y así fue como siempre iba vestida de amarillo con naranja y de tanto en tanto de rojo, aun cuando esos colores la hacían verse decididamente «infeliz» e iban atrozmente mal con sus ojos castaños y su pelo castaño con visos cobrizos. Pero no podía hacer nada al respecto, por lo tanto decidió soportarlo con una sonrisa, y si no lograba sonreír, por lo menos no echarse a llorar en público.
Y eso, llorar, se enorgullecía de poder decirlo, no lo hacia jamás.
Y por si eso fuera poco, 1813 fue el año en que la misteriosa (y ficticia) lady Whistledown comenzó a publicar su hoja Ecos de Sociedad, que aparecía tres veces por semana. Esta hoja de cotilleo se convirtió en sensación instantánea. Nadie sabía quién era lady Whistledown, pero al parecer todos tenían sus teorías. Durante semanas, no, en realidad, meses, nadie hablaba de otra cosa en Londres. Durante dos semanas (las justas para crear adicción) esta hoja se distribuyó gratis, y de repente se acabó dicha gratuidad, simplemente los niños que las repartían comenzaron a cobrar el oneroso precio de cinco peniques la hoja.
Pero a esas alturas, ya nadie podía vivir sin la dosis casi diaria de cotilleo y todos pagaron sus peniques.
En algún lugar, una mujer (o tal vez un hombre, como elucubraban algunos) se estaba haciendo muy rica.
Lo que diferenciaba a la hoja Ecos de Sociedad de Lady Whistledown de todas las hojas anteriores acerca de la sociedad era que la autora ponía los nombres completos de las personas mencionadas. No escondía a los personajes tras abreviaturas como lord P. o lady B. Si lady Whistledown deseaba escribir acerca de alguien, ponía su nombre completo.
Y cuando lady Whistledown deseaba escribir acerca de Penélope Featherington, lo hacía. La primera mención de Penélope en los Ecos de Sociedad de Lady Whistledown fue la siguiente:

El desafortunado vestido de la señorita Penélope Featherington hacía parecer a la desafortunada jovencita un cítrico demasiado maduro.
Golpe bastante hiriente, sin duda, pero nada menos que la verdad. Su segunda mención en la hoja no fue mejor:

No se oyó salir ni una sola palabra de la boca de la señorita Penélope Featherington, ¡y no es de extrañar!, la pobre jovencita parecía estar ahogándose entre los volantes de su vestido.
Eso no era algo que pudiera aumentar su popularidad, calculó Penélope.
Pero la temporada no fue un desastre total. Había unas cuantas personas con las que se sentía capaz de hablar. Lady Bridgerton, nada menos, le cobró simpatía, y ella descubrió que muchas veces podía decirle cosas a la encantadora vizcondesa que ni soñaría con decírselas a su madre. Gracias a lady Bridgerton conoció a Eloise Bridgerton, la hermana menor de su amado Colin. Eloise acababa de cumplir los diecisiete años también, pero su madre le había permitido juiciosamente retrasar en un año su presentación en sociedad, aun cuando la joven poseía en abundancia los rasgos de buena apariencia y encanto típicos de los Bridgerton.
Y mientras pasaba las tardes en el salón color verde y crema de la casa de los Bridgerton (o, con más frecuencia, en el dormitorio de Eloise, donde las dos se reían y charlaban con entusiasmo de todo lo que existe bajo el sol), se encontraba de tanto en tanto con Colin, que, a sus veintidós años, aún no se había marchado de la casa familiar para alquilar habitaciones de soltero.
Si antes se había creído enamorada de él, eso no era nada con lo que sintió después de conocerlo realmente. Colin Bridgerton estaba dotado de ingenio, gallardía y un sentido del humor tan despreocupado y travieso para hacer bromas que era capaz de hacer desmayarse a las mujeres, pero principalmente…
Colin Bridgerton era simpático.
Simpático, palabrita tonta. Debería considerarse banal, pero en cierto modo le venía a la perfección. Siempre tenía algo agradable que decirle a Penélope, y cuando ella por fin lograba armarse de valor para decir algo (aparte de las consabidas palabras de saludo y despedida), él la escuchaba, lo cual le hacía todo más fácil la próxima vez.
Al final de la temporada, Penélope calculaba que Colin Bridgerton era el único hombre con el que había logrado tener una conversación entera.
Eso era amor. Ah, eso era amor amor amor amor amor amor. Tonta repetición de palabras, tal vez, pero eso fue exactamente lo que Penelope escribió en una hoja de papel ridículamente cara, junto con las palabras: «Señora Colin Bridgerton», «Penélope Bridgerton» y «Colin Colin Colin». (El papel desapareció consumido por el fuego del hogar en el instante en que oyó pasos en el corredor.)
Qué maravilloso sentir amor por una persona simpática, aún cuando fuera el tipo de amor unilateral. Eso hace sentirse decididamente sensata.
Claro que no hacía ningún daño que Colin poseyera, como todos los hombres Bridgerton, una belleza fabulosa. Estaba ese famoso pelo castaño Bridgerton, esa boca ancha y sonriente Bridgerton, los hombros anchos, la altura de seis pies [metro ochenta] y, en el caso de Colin, los ojos verdes más pasmosos que pueden adornar una cara humana.
Eran el tipo e ojos que atormentan los sueños de una jovencita.
Y Penélope soñaba, soñaba y soñaba.


El mes de abril de 1814 encontró a Penélope de vuelta en Londres para su segunda temporada, y aun cuando consiguió atraer al mismo número de pretendientes que en la temporada anterior (cero), muy sinceramente la temporada no fue tan mal en su conjunto. A esto contribuyó que había bajado más o menos una arroba de peso y ya podía calificarse de «agradablemente redondeada» y no «odiosamente gordinflona». Todavía distaba bastante de ser el esbelto ideal de mujer que decretaba la época, pero por lo menos había cambiado lo bastante para justificar la compra de todo un guardarropa nuevo.
Desgraciadamente, su madre volvió a insistir en el amarillo, naranja y una ocasional pincelada de rojo. Y esta vez, lady Whistledown escribió:

La señorita Featherington (la menos necia de las hermanas Featherington) llevaba un vestido amarillo limón que dejaba un regusto agrio en la boca.

Lo cual por lo menos significaba que ella era el miembro más inteligente de su familia, aun cuando el cumplido fuera hecho, efectivamente, del revés.
Pero Penélope no fue la única elegida por la mordaz columnista. A Kate Sheffield, de pelo moreno, la comparó con un narciso chamuscado con su vestido amarillo, y resultó que Kate fue y se casó con Anthony Bridgerton, el hermano mayor de Colin, y vizconde por añadidura.
Así pues, Penélope mantuvo la esperanza.
Bueno, la verdad es que no la mantuvo. Sabía que Colin no se iba a casar con ella, pero por lo menos bailaba con ella en todos los bailes, la hacía reír y, de tanto en tanto, ella lo hacia reír a él, y sabía que con eso tenía que conformarse.
Y así continuó su vida. Tuvo su tercera temporada y luego la cuarta. Sus dos hermanas mayores, Prudence y Philippa, encontraron marido finalmente y se marcharon de casa. La señora Featherington mantuvo la esperanza de que ella lograra casarse, puesto que tanto a Prudence como a Philippa les llevó cinco temporadas cazar un marido, pero Penélope sabía que estaba destinada a continuar siendo solterona; no sería justo casarse con alguien cuando seguía perdidamente enamorada de Colin. Y tal vez, en los recovecos más remotos de su mente, en el último y más recóndito recoveco, escondido detrás de las conjugaciones de los verbos franceses que jamás logró dominar y la aritmética que no usaba jamás, seguía conservando una diminuta hilachita de esperanza.
Hasta «aquel» día.
Incluso en esos momentos, siete años después, continuaba llamándolo «aquel» día.
Había ido a tomar el té a la casa de los Bridgerton como solía hacer, con Eloise, su madre y sus hermanas. Esto ocurrió justo antes que el hermano de Eloise, Benedict, se casara con Sophie, aun cuando en esos momentos él todavía no sabía quién era realmente Sophie, y, bueno, esto no tenía mayor importancia, aparte de que la verdadera identidad de Sophie era tal vez el único gran secreto de los diez últimos años que lady Whistledown no había logrado descubrir.
En todo caso, terminado el té, se dispuso a marcharse encaminándose por el vestíbulo a la entrada, oyendo sus pisadas sobre el suelo de mármol, en dirección a la puerta. Iba arreglándose la caída de su capa, preparándose para caminar la corta distancia hacia su casa (que estaba justo a la vuelta de la esquina), cuando oyó voces. Eran voces masculinas, voces masculinas Bridgerton.
Eran las voces de los tres hermanos Bridgerton mayores: Anthony, Benedict y Colin. Estaban conversando como suelen conversar los hombres, con muchos gruñidos y gastándose bromas entre ellos. A ella siempre le encantaba observar a los Bridgerton cuando hablaban entre ellos de esa manera; qué maravillosa familia formaban.
Los vio a través de la puerta abierta, pero no oyó lo que estaban diciendo hasta que llegó al umbral. Y como para confirmar la inoportunidad que había atormentado toda su vida, la primera voz que escuchó fue la de Colin, y sus palabras no eran amables:
—… y ciertamente no me voy a casar con Penélope Featherington.
—¡Ah!
La exclamación se le escapó de los labios antes de que pudiera pensar, una especie de chillido que perforó el aire como un silbido desentonado.
Los tres hermanos se giraron a mirarla con caras igualmente horrorizadas, y ella comprendió que se había metido en los que sin duda serían los cinco minutos más horribles de toda su vida.
Guardó silencio un buen rato, que le pareció una eternidad, hasta que al fin, y con una dignidad que jamás había soñado poseer, miró a Colin a los ojos y dijo:
—Nunca te he pedido que te cases conmigo.
Las mejillas de Colin pasaron del rosa a un rojo subido. Abrió la boca pero no le salió ningún sonido. Ésa sería quizá la única vez en su vida, pensó Penelope con cierta irónica satisfacción, que él se encontraría sin saber qué decir.
—Y nunca… —continuó ella, tragando saliva al cortársele la voz—. Nunca le he dicho a nadie que deseara que me lo pidieras.
—Penélope —logró decir Colin al fin—. Perdona, lo siento mucho.
—No hay nada que perdonar.
—Sí que lo hay —insistió él—. Herí tus sentimientos y…
—No sabías que yo estaba aquí.
—De todos modos…
—No te vas a casar conmigo —dijo ella, y sintió rara y hueca su voz—. No hay nada malo en eso. Yo no me voy a casar con tu hermano Benedict.
Era evidente que Benedict había estado tratando de no mirar, pero al oír eso se irguió, atento.
Ella apretó las manos en dos puños, a los costados.
—A él no le hiero los sentimientos cuando declaro que no me voy a casar con él. —Giró la cabeza hacia Benedict y se obligó a mirarlo a los ojos—. ¿Verdad señor Bridgerton?
—Claro que no —se apresuró a contestar él.
—Todo arreglado entonces —dijo ella entre dientes—. No se ha herido ningún sentimiento. Y ahora, si me disculpáis, caballeros, tendría que irme a casa.
Los tres caballeros se apartaron para dejarla pasar, y ella habría logrado escapar sin más problemas si Colin no hubiera soltado repentinamente:
— ¿No te acompaña una doncella?
—Vivo sólo a la vuelta de la esquina —contestó ella, negando con la cabeza.
—Lo sé, pero…
—Yo te acompañaré —dijo Anthony tranquilamente.
—Eso no es necesario, milord, de verdad.
—Dame ese gusto —dijo él, en un tono firme que no le dejaba otra opción.
Asintió y los dos echaron a andar calle abajo. Cuando ya habían pasado por delante de unas tres casas, Anthony le dijo en un tono curiosamente respetuoso:
—Él no sabía que estabas ahí.
Ella notó que se le tensaban las comisuras de la boca, aunque no de rabia sino simplemente por un sentimiento de cansina resignación.
—Lo sé —dijo—. No es un tipo de persona cruel. Supongo que su madre le ha estado acosando para que se case.
Anthony asintió. Las intenciones de lady Bridgerton de ver felizmente casados a cada uno de sus ocho hijos eran legendarias.
—Le caigo bien —dijo ella—. A su madre, quiero decir. No ve más allá de eso, me temo. Pero la verdad es que no importa mucho si le gusta la esposa que elija Colin.
—Bueno, yo no diría eso —musitó Anthony, con una voz que no sonaba mucho a la del muy temido y respetado vizconde sino más bien a la de un hijo de muy buen comportamiento—. A mí no me gustaría estar casado con alguien que le cayera mal a mi madre. —Agitó la cabeza en un gesto de grave respeto—. Es una fuerza de la naturaleza.
— ¿Su madre o su esposa?
Él lo pensó durante más o menos medio segundo.
—Las dos —contestó.
Continuaron en silencio un momento y entonces ella soltó:
—Colin debería marcharse.
— ¿Cómo has dicho? —preguntó Anthony mirándola curioso.
—Debería marcharse. Viajar. No está preparado para casarse y su madre no será capaz de refrenarse de insistirle. Tiene buena intención…
Se mordió el labio horrorizada. Era de esperar que el vizconde no pensara que ella pretendía criticar a lady Bridgerton. En su opinión, no había una dama más magnífica en toda Inglaterra.
—Mi madre siempre tiene buena intención —dijo Anthony, sonriendo indulgente—. Pero tal vez tienes razón. Tal vez Colin debería marcharse. Y le encanta viajar. Aunque acaba de regresar de Gales.
—¿Ah, sí? —musitó ella muy amable, como si no supiera perfectamente bien que Colin había estado en Gales.
—Hemos llegado —dijo él, asintiendo—. Ésta es la casa, ¿no?
—Sí, muchas gracias por acompañarme.
—Ha sido un placer para mí, te lo aseguro.
Ella lo observó alejarse, después entró en la casa y se echó a llorar.
Justo al día siguiente apareció el siguiente relato en Ecos de Sociedad de Lady Whistledown:

¡Vaya si no hubo emoción ayer en la escalinata de la puerta principal de la residencia de lady Bridgerton en Bruton Street!
La primera fue que se vio a Penélope Featherington en la compañía, no de uno ni de dos, sino de TRES hermanos Bridgerton, ciertamente una proeza hasta el momento imposible para la pobre muchacha, que tiene la no muy buena fama de ser la fea del baile. Por desgracia (aunque tal vez previsiblemente) para la señorita Featherington, cuando finalmente se marchó, lo hizo del brazo del vizconde, el único hombre casado del grupo.
Si la señorita Featherington llegara a arreglárselas para llevar al altar a un hermano Bridgerton querría decir que habría llegado el fin del mundo tal como lo conocemos, y que esta cronista, que no vacila en reconocer que ese mundo no tendría ni pies ni cabeza para ella, se vería obligada a renunciar a esta columna en el acto.

Por lo visto hasta lady Whistledown comprendía la inutilidad de sus sentimientos por Colin.
Transcurrieron los años y casi sin darse cuenta llegó el día en que Penélope se encontró sentada entre las señoras mayores que hacían de carabinas, vigilando a su hermana menor Felicity, sin duda la única hermana Featherington agraciada con belleza y encanto, que disfrutaba de sus temporadas en Londres.
Colin se aficionó a viajar y comenzó a pasar cada vez más tiempo fuera de Londres; no bien pasaba unos pocos meses en la ciudad, volvía a marcharse hacia un nuevo destino. Cuando estaba en Londres durante la temporada, siempre reservaba un baile y una sonrisa para Penélope, y ella se las arreglaba para fingir que nunca había ocurrido nada, que él nunca le había declarado su aversión en plena calle, y que sus sueños no habían sido aplastados jamás.
Y cuando él estaba en la ciudad, lo que no ocurría con frecuencia, se establecía entre ellos una apacible amistad, si bien no tremendamente profunda, que era lo único que podía esperar una solterona de casi veintiocho años, ¿verdad?
El amor no correspondido nunca ha sido fácil, pero por lo menos Penélope se acostumbró a él…


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